jueves, 4 de diciembre de 2014

El Diablo no existe
Autor David Gómez Salas
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Una vez...  cuando tenía 13 años, en cinco o seis ocasiones, me reuní con dos  amigos para ir al panteón municipal a las doce de la noche y jugar a que éramos valientes.   El panteón tenía en su interior calles angostas y algunas lámparas que proporcionaban una iluminación baja, apenas   suficiente para poder caminar por esas callejuelas. El resto del panteón era obscuro.
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El juego consistía en que uno de nosotros debía saltar al interior del panteón y los dos restantes  permanecer  en el exterior, sobre la barda del límite del terreno. Desde ahí podían ver si el que estaba dentro del panteón mostraba miedo en algún momento del juego. Esta vez me tocó la suerte de ser el que debía entrar al panteón.
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Siguiendo las reglas del juego, salté al interior del panteón caminé lentamente más o menos una distancia de 30 metros hasta llegar a una capilla negra que destacaba por ser la única de ese color en todo el panteón. La mayoría de las capillas y losas eran color blanco o ligeramente gris.  Existían algunas  capillas con  adornos color oro, plata, azul o rosa.  La capilla seleccionada era totalmente negra, no tenía ni siquiera una línea de otro color, poseía una apariencia muy macabra. 
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Al llegar a la Capilla negra, me paré dando la espalda a mis compañeros y esperé a que fueran exactamente las doce de la noche. A esa hora escuché las campanadas de la iglesia San Roque, y   terminar el último repique grite: tres veces :
--!Diabloooo, ven!
--¡Diabloooo, ven!
--¡Diabloooo, ven! 
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Tuve que  gritar muy fuerte para que mis gritos pudieran ser escuchados por los amigos que me observaban fuera del panteón.  Eran las reglas del juego.
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Después de gritar, giré y caminé lentamente hacia el punto donde estaban mis amigos.  Debía caminar sin prisas, para mostrar que no tenía miedo. Finalmente salté la barda para salir del panteón y reunirse con mis  amigos.  Cumplí con todos y cada uno de los pasos del  juego.  
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Según nosotros así demostrábamos que no teníamos miedo.  Nos alternábamos para entrar al panteón y quedarse afuera.  Dos veces me tocó llamar al Diablo. No pasó nada, nunca apareció el mentado Diablo. Tampoco cuando acudió cuando lo llamaron mis amigos.  Obvio, la existencia del diablo es un  cuento.
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Otra noche caminaba solo por la banqueta fuera del panteón, iba de paso,  y me habló un señor  viejo y sucio que estaba en el interior del panteón.
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--¡Muchacho, muchacho! ¿Porque has llamado al diablo en el panteón? ¿Acaso no sabes que el panteón es un sitio exclusivo para los muertos?-- Me dijo desde atrás de la barda.
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Al Diablo no lo vas a encontrar entre nosotros, los muertos. No tiene sentido que él venga a pervertirnos, nosotros no tenemos la opción de pecar. No existe forma que él entre a nuestro interior, no tenemos alma, él únicamente habita en los vivos.
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El alma es el botín por el que pelean las fuerzas de Dios y las fuerzas del diablo. Por eso los muertos no interesamos ni al bien ni al mal.
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Los vivos no pueden reconocer a los muertos, por eso vienen al panteón solo a recordarlos, no intentan verlos. Pero vi que tú, una  vez,   viniste al panteón a buscar al diablo ¿Te animas a pasar? ¿Crees que soy un muerto o crees que soy el diablo? ¿Quieres pasar, muchacho?
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---Los muertos apestan y el diablo no existe — le contesté.  Pero los que creen que existe el diablo dicen que también apesta y ahorita no tengo ganas de olfatear  malos olores.  Usted apesta pero eso no significa que usted sea un muerto o el diablo. Dije esto  y me retiré.
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No existe el diablo, ni deambulan los muertos, pero existen locos siniestros.

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